DE LOS CÓDICES (manuscritos) A LA IMPRENTA
Del lagar a la nube
Al fondo de un estrecho callejón se levanta un modesto edificio que, más que vivienda, parece almacén. Estamos en Maguncia, Alemania, a mediados del siglo XV:
Si pudiéramos traspasar su puerta de acceso -algo casi imposible, pues permanece cerrada de continuo-, accederíamos a un lúgubre espacio que, en su día, fue lagar.
Un olor amargo y peculiar flota en el ambiente. Y, entre, la penumbra, se adivina la presencia de la vieja prensa de vino, ahora adaptada a otros fines.
Estamos en el taller donde trabaja uno de los mejores artesanos de la ciudad, Johannes Gensfleisch, más conocido como Gutenberg, pues ya hace años que prefirió usar uno de los apellidos de su madre para evitar las burlas que, desde pequeño, tuvo que sufrir por el significado del apellido paterno (que era "carne de ganso").
Rondando la cincuentena, Gutenberg se ha convertido en un habilidoso orfebre que ya evidenció su ingenio al descubrir, en 1437, un nuevo sistema para pulir piedras preciosas y, algo más tarde, un artefacto con el que producir de forma mecánica los pequeños espejos tan del gusto de los peregrinos que recorren el continente. (Esos espejos se prendían de los capotes, el sombrero, o el bastón, en la creencia de que , si en ellos se reflejaba la imagen de la reliquia o de las figuras sagradas, el peregrino obtenía la protección y bendición de todas ellas.)
Pero en la mente de Gutenberg bulle una invención de mucha mayor envergadura. Para ello, ha regresado desde Estrasburgo a su Maguncia natal y allí, tras no pocos esfuerzos, ha logrado conocer a un acaudalado comerciante -Johann Fust-, para que le financie lo que entiende que puede llegar a ser un sustancioso negocio: crear, de forma industrial, ejemplares impresos de la Biblia y de otros tantos textos religiosos "sin la ayuda de cálamo, estilete ni pluma, sino por el admirable concierto, proporción y armonía de los punzones y tipos...".
Y todo ello, en mucho menos tiempo del que un diestro amanuense de manuscritos requeriría para elaborar una sola unidad; de manera tan pulcra y bella, que parecerá la obra más excelente del mejor de los copistas; y a un coste trescientas veces menor... (Dejo a la fantasía de los lectores lo que la mente especuladora de Fust podría haber conjeturado en torno a estos anuncios "gutemberguianos").
Son tiempos de un trabajo sin descanso, al que pronto se incorporan colaboradores y aprendices; entre ellos, quien años más tarde será el yerno de Fust, Peter Schöffer.
El reto de mayor envergadura -como el propio Gutenberg declara- consiste en crear nuevos tipos que puedan alinearse, combinarse y fijarse, lo suficientemente consistentes como para permitir las sucesivas tensiones que habrán de soportar en el proceso de impresión.
Para ello, Gutenberg elabora unos moldes especiales de madera que rellena con diversas aleaciones metálicas. Somete los tipos a prueba, pero todo el tiempo fracasa de forma estrepitosa: los tipos se parten, el papel se emborrona, las páginas se imprimen de modo desigual...
Gutenberg solicita más recursos y Fust nuevamente se los proporciona, pero ya le expresa sus recelos.
Continúan los ensayos. Y continúan los errores. Hasta que, con el tercer y último préstamo, logra la combinación ansiada: una aleación de plomo, antimonio y estaño que, en las proporciones por él establecidas, ofrece el rendimiento idóneo. El eureka clásico resuena en su mente alborotada. Corre el año 1456.
Gutenberg acelera entonces el proceso de producción de las biblias acordadas: ha de imprimir cerca de dos centenares, en una perfecta tipografía gótica, a dos columnas de cuarenta y dos líneas por folio y mil doscientos folios por ejemplar.
Pero el tiempo pactado con Fust -cinco años- finalmente se agota y, para completar su tarea, necesita de nuevos aportes económicos. Fust se niega y le reclama todo los prestado -¡¡¡1.200 florines!!! (unos 300.000 euros actuales) más sus correspondientes intereses-, cantidad económica que el demandado no le puede entregar. Fust requisa a Gutenberg todo el material empleado -quien sabe si porque previó el inminente florecimiento del negocio-, dejando el taller en manos de Schöffer, que será quien culmine la tarea.
En cuanto Gutenberg muere, su invento provoca la revolución cultural más importante desde la propia aparición de los alfabetos.
En 1480 había imprentas en toda Europa. Cincuenta años más tarde de su invención, se habían publicado cerca de 27.000 títulos y más de ocho millones de libros. El paisaje cultural europeo ya nunca volverá a ser igual. Como dice el coprotagonista del Pantagruel de Rabelais, libro impreso en 1532:
Todo el mundo está lleno de sabios, de maestros de escuela muy leídos y de enormes bibliotecas y antojáseme como verdad que ni en tiempos de Platón ni en los de Cicerón ni en los de Popiniano hubo tal comodidad para el estudio como lo hay ahora.
El antropólogo Neil Postman, en su revelador ensayo La desaparición de la niñez, nos habla de cómo algunos inventos nacen desacoplados a la época en la que se crean. Es lo que él llama "efecto Frankestein": el ingenio inventado cobra vida, pero, al no encontrar en su entorno la respuesta social esperada, vuelve a reposar, en espera de tiempos mejores o simplemente resignado al olvido definitivo.
La imprenta fue ejemplo de todo lo contrario.
Surgió en el momento adecuado y en la circunstancia precisa. La escritura alfabética había desarrollado una importante tradición escrita, multitud de obras universales se habían salvado de la desaparición gracias a la labor de los copistas medievales. Las lenguas vernáculas solicitaban su protagonismo en el mundo de la escritura. Y los saberes humanísticos apostaban por la figura del hombre instruido, gracias, sobre todo, al ejercicio de la lectura.
En suma, como afirma Lynn White, en su libro Medieval Technology and Social Change, la imprenta abrió una puerta a la que la cultura europea había llamado con insistencia. Y, cuando por fin se abrió, la cultura pasó por ella acelerada y copiosamente.
A todo ello, van a sumarse dos acontecimientos excepcionales: dos hechos ante los que habrá que redibujar el mapamundi... así como el mapa de las creencias y las ideas.
El 12 de octubre de 1492, Cristobal Colón descubre las primeras tierras del continente americano.
Veinticinco años y diecinueve días más tarde, el 31 de octubre de 1517, el agustino Martín Lutero cuelga en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias.
Se pone así en pie la Reforma protestante, son su apelación a la lectura individual de la Biblia y de otros tantos textos sagrados.
El finis terrae se extingue, en tanto que la Palabra de Dios se hace inglesa, holandesa, alemana...
Si pudiéramos traspasar su puerta de acceso -algo casi imposible, pues permanece cerrada de continuo-, accederíamos a un lúgubre espacio que, en su día, fue lagar.
Un olor amargo y peculiar flota en el ambiente. Y, entre, la penumbra, se adivina la presencia de la vieja prensa de vino, ahora adaptada a otros fines.
Estamos en el taller donde trabaja uno de los mejores artesanos de la ciudad, Johannes Gensfleisch, más conocido como Gutenberg, pues ya hace años que prefirió usar uno de los apellidos de su madre para evitar las burlas que, desde pequeño, tuvo que sufrir por el significado del apellido paterno (que era "carne de ganso").
Rondando la cincuentena, Gutenberg se ha convertido en un habilidoso orfebre que ya evidenció su ingenio al descubrir, en 1437, un nuevo sistema para pulir piedras preciosas y, algo más tarde, un artefacto con el que producir de forma mecánica los pequeños espejos tan del gusto de los peregrinos que recorren el continente. (Esos espejos se prendían de los capotes, el sombrero, o el bastón, en la creencia de que , si en ellos se reflejaba la imagen de la reliquia o de las figuras sagradas, el peregrino obtenía la protección y bendición de todas ellas.)
Pero en la mente de Gutenberg bulle una invención de mucha mayor envergadura. Para ello, ha regresado desde Estrasburgo a su Maguncia natal y allí, tras no pocos esfuerzos, ha logrado conocer a un acaudalado comerciante -Johann Fust-, para que le financie lo que entiende que puede llegar a ser un sustancioso negocio: crear, de forma industrial, ejemplares impresos de la Biblia y de otros tantos textos religiosos "sin la ayuda de cálamo, estilete ni pluma, sino por el admirable concierto, proporción y armonía de los punzones y tipos...".
Y todo ello, en mucho menos tiempo del que un diestro amanuense de manuscritos requeriría para elaborar una sola unidad; de manera tan pulcra y bella, que parecerá la obra más excelente del mejor de los copistas; y a un coste trescientas veces menor... (Dejo a la fantasía de los lectores lo que la mente especuladora de Fust podría haber conjeturado en torno a estos anuncios "gutemberguianos").
Son tiempos de un trabajo sin descanso, al que pronto se incorporan colaboradores y aprendices; entre ellos, quien años más tarde será el yerno de Fust, Peter Schöffer.
El reto de mayor envergadura -como el propio Gutenberg declara- consiste en crear nuevos tipos que puedan alinearse, combinarse y fijarse, lo suficientemente consistentes como para permitir las sucesivas tensiones que habrán de soportar en el proceso de impresión.
Para ello, Gutenberg elabora unos moldes especiales de madera que rellena con diversas aleaciones metálicas. Somete los tipos a prueba, pero todo el tiempo fracasa de forma estrepitosa: los tipos se parten, el papel se emborrona, las páginas se imprimen de modo desigual...
Gutenberg solicita más recursos y Fust nuevamente se los proporciona, pero ya le expresa sus recelos.
Continúan los ensayos. Y continúan los errores. Hasta que, con el tercer y último préstamo, logra la combinación ansiada: una aleación de plomo, antimonio y estaño que, en las proporciones por él establecidas, ofrece el rendimiento idóneo. El eureka clásico resuena en su mente alborotada. Corre el año 1456.
Gutenberg acelera entonces el proceso de producción de las biblias acordadas: ha de imprimir cerca de dos centenares, en una perfecta tipografía gótica, a dos columnas de cuarenta y dos líneas por folio y mil doscientos folios por ejemplar.
Pero el tiempo pactado con Fust -cinco años- finalmente se agota y, para completar su tarea, necesita de nuevos aportes económicos. Fust se niega y le reclama todo los prestado -¡¡¡1.200 florines!!! (unos 300.000 euros actuales) más sus correspondientes intereses-, cantidad económica que el demandado no le puede entregar. Fust requisa a Gutenberg todo el material empleado -quien sabe si porque previó el inminente florecimiento del negocio-, dejando el taller en manos de Schöffer, que será quien culmine la tarea.
En cuanto Gutenberg muere, su invento provoca la revolución cultural más importante desde la propia aparición de los alfabetos.
En 1480 había imprentas en toda Europa. Cincuenta años más tarde de su invención, se habían publicado cerca de 27.000 títulos y más de ocho millones de libros. El paisaje cultural europeo ya nunca volverá a ser igual. Como dice el coprotagonista del Pantagruel de Rabelais, libro impreso en 1532:
Todo el mundo está lleno de sabios, de maestros de escuela muy leídos y de enormes bibliotecas y antojáseme como verdad que ni en tiempos de Platón ni en los de Cicerón ni en los de Popiniano hubo tal comodidad para el estudio como lo hay ahora.
El antropólogo Neil Postman, en su revelador ensayo La desaparición de la niñez, nos habla de cómo algunos inventos nacen desacoplados a la época en la que se crean. Es lo que él llama "efecto Frankestein": el ingenio inventado cobra vida, pero, al no encontrar en su entorno la respuesta social esperada, vuelve a reposar, en espera de tiempos mejores o simplemente resignado al olvido definitivo.
La imprenta fue ejemplo de todo lo contrario.
Surgió en el momento adecuado y en la circunstancia precisa. La escritura alfabética había desarrollado una importante tradición escrita, multitud de obras universales se habían salvado de la desaparición gracias a la labor de los copistas medievales. Las lenguas vernáculas solicitaban su protagonismo en el mundo de la escritura. Y los saberes humanísticos apostaban por la figura del hombre instruido, gracias, sobre todo, al ejercicio de la lectura.
En suma, como afirma Lynn White, en su libro Medieval Technology and Social Change, la imprenta abrió una puerta a la que la cultura europea había llamado con insistencia. Y, cuando por fin se abrió, la cultura pasó por ella acelerada y copiosamente.
A todo ello, van a sumarse dos acontecimientos excepcionales: dos hechos ante los que habrá que redibujar el mapamundi... así como el mapa de las creencias y las ideas.
El 12 de octubre de 1492, Cristobal Colón descubre las primeras tierras del continente americano.
Veinticinco años y diecinueve días más tarde, el 31 de octubre de 1517, el agustino Martín Lutero cuelga en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias.
Se pone así en pie la Reforma protestante, son su apelación a la lectura individual de la Biblia y de otros tantos textos sagrados.
El finis terrae se extingue, en tanto que la Palabra de Dios se hace inglesa, holandesa, alemana...
Antonio Basanta. Leer contra la nada.
ACTIVIDAD
Os presentamos una serie de palabras clave para el conocimiento del Siglo de Oro. Debéis buscar su significado en el diccionario y copiarlo en el cuaderno.
Las palabras son:
Comentaremos oralmente vuestras definiciones y, con los datos ofrecidos, completaremos los conceptos.
Las palabras son:
- Renacimiento, humanismo, antropocentrismo
- Barroco (en relación con estas ideas: pesimismo, exageración, contraste, decadencia)
- Reforma, Contrarreforma, Inquisición
- Arte renacentista y barroco
- Inventos: imprenta, brújula, pólvora.
Comentaremos oralmente vuestras definiciones y, con los datos ofrecidos, completaremos los conceptos.